Progresismo moralmente mejor

Al parecer hasta ahora,  resulta  muy cómodo  ser rojito, o más exactamente, ser tenido públicamente por un tipo progre y con profunda sensibilidad social, sea eso verdad o no, aunque tu comportamiento vital discurra luego por otros cauces muy diferentes. Ejemplos tenemos a raudales en todos los ámbitos de la vida social, política, mediática y profesional, y en muchos de ellos subyace una profunda hipocresía, pues tras esa hermosa fachada de mentalidad solidaria y rollito progresista se ocultan bastantes veces tipejos millonarios de gustos refinados y nula humanidad, que viven del cuento colorín colorado que llevan años hábilmente cultivando.

Otros notorios progres no son así, pero la mayoría de la gente y la opinión pública no suele distinguir tanto entre los unos y los otros, no alcanzando a diferenciar en estos temas lo excelente de lo impostado. Algunos de los mayores vividores que he conocido en mi vida pertenecen a ese clan especial de lo progre, que parece otorgarles, por el mero hecho de su adscripción al mismo, una perpetua superioridad moral en todos sus comportamientos, dando absolutamente igual que su trayectoria vital desmienta rotundamente sus aparentemente bellos ideales.

Tras pasar vicisitudes diversas, personales y profesionales, a lo largo de más de cincuenta años, uno acaba descubriendo que el hecho de que te identifiquen con ese mágico color te abre en la vida un montón de puertas, y te cierra otras tras las cuales había cosas muy desagradables. Y es así en la vida profesional, en la política, en la justicia y, especialmente, en el mundo de la cultura y de los medios de comunicación, respecto de los cuales se ejerce un no declarado pero implacable monopolio casi absoluto de la izquierda oficial.

Resulta curioso ver cómo se reparten, desde muchos púlpitos mediáticos, por la simple razón del color -sea cierto o solo presunto- bien salvoconductos de decencia y progresía o bien descalificaciones integrales por parte de individuos tras cuya pluma o micrófono se esconde un comportamiento vital lleno de claroscuros, cuando no directamente deleznable.

Siempre me ha parecido profundamente injusta esa situación, pero es lo que hay, y cuanto antes lo descubra uno, más avisado estará para lo que le espera en el discurrir de la vida, ya que este es un país de clichés y prejuicios fáciles de colocar pero imposibles de eliminar. Lo digo porque ya puede uno afanarse por ser un tipo de mente abierta, liberal por convicción, amable y accesible, colaborador en causas solidarias, amante del arte y de la cultura, esforzado por ayudar a los demás y desinteresado con el dinero que, si no es tenido notoriamente por un progre, sea por origen familiar, posición o relaciones sociales, aspecto físico o simplemente por la vestimenta que porta, está realmente  habilitado en el circuito auténtico de lo colorado, que controla gran parte de la vida pública y oficial de nuestro país en muchos y muy importantes ámbitos. No sé bien cuál es la causa de esta tremenda injusticia.

Sucede algo parecido con la llamada “gauche divine”, o con los numerosos neocomunistas que desayunan caviar en excelsos palacios diariamente, en el resto del mundo.

Lo que sí sé es que el izquierdismo oficial resulta, para los suyos, muy protector y tremendamente rentable. Protector porque si alguien del clan resulta atacado por los contrarios rápidamente saltan los demás como hienas, a toque de corneta, a repeler al agresor con sus baterías mediáticas a la cabeza, todos ellos muy disciplinados y funcionando como un verdadero ejército. Y rentable porque buena parte de las grandes fortunas recientes de este país, especialmente las construidas desde el advenimiento de la democracia, algunas de ellas realmente indecentes y de origen no demasiado confesable, se han obtenido bajo la eficaz cobertura de la mágica capa progresista.

Otra de las cosas que resulta chocante es que la izquierda pretenda atribuirse públicamente el monopolio de la decencia, a lo que ha contribuido enormemente un sector importante de la justicia y de los medios de comunicación. Con independencia del dispar fondo de los respectivos asuntos, es sorprendente el trato mediático e incluso judicial que se ha dado a los casos de corrupción  que la gente vestida de rojo protagoniza.

En definitiva, en unos tiempos que van a exigir -más que nunca- acuerdos, respeto, tolerancia y consenso entre todos, deberíamos empezar a superar todas estas estúpidas historias. En el mundo civilizado de verdad nadie odia a los que piensan distinto, ni pretende aislar con cordones sanitarios a los votantes del partido de enfrente. Nadie es mejor que su vecino por ser hincha del Garcilaso o del Cienciano, por ser rojo, morado, azul, naranja o verde. Todos somos necesarios para construir de una vez el país modélico, puntero y envidiado que deberíamos ser