

Ya desde el siglo XIV, y gracias a los escritos del árabe Ibn Khaldun, uno que otro filósofo observador se atrevió a postular que un cada vez mayor tamaño del Estado, más temprano que tarde, acaba por quitarle impulso a la actividad económica.
Las ideas de Khaldun, que varios siglos después servirían de sostén a la curva de Laffer y a las reformas de Reagan y Thatcher en los 80, partían del supuesto que una mayor tasa impositiva, más allá de cierto punto, influye negativamente en el comercio, y por consiguiente reduce los ingresos del tesoro público.
Cuatrocientos años más tarde, el escocés Adam Smith, después de observar los dramáticos cambios que la Revolución Industrial llevaba al sistema de producción, distribución y consumo, afirmaba que todo intercambio comercial, siempre y cuando fuese voluntario, beneficia a las partes. Un individuo que busca su beneficio personal, como guiado por una mano invisible, promueve aquello que nunca tiene como objetivo: el bien común.
En el último siglo, sin embargo, un renovado interés por todo lo público y lo colectivo ha hecho que el tamaño del Estado, medido por el gasto público como porcentaje de la economía, vuelva a ser lo que ya había dejado de ser: un obstáculo al progreso económico. Se podría argüir que son dos los planos en los cuales reside este cambio para mal. En un plano ideológico, lo es la clara convicción según la cual la responsabilidad social debe anteponerse a la responsabilidad individual. Por tanto, lo que por defecto no es natural – después de todo, solo se puede ser responsable de las acciones propias– pasó a ser forzado, artificial, dictado: ahora, uno es responsable de lo que otros hagan, y otros de lo que uno haga; al final del día, nadie es responsable de lo que hace. (He ahí el origen del caos en el que vivimos).
Pues bien, en un segundo plano, esta vez uno histórico, encontramos que la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial terminaron por cimentar este vacuo entusiasmo por la res publica en desmedro de la res privata. El colapso financiero del 29 dio pie a que la izquierda internacional interpretara caprichosamente los hechos, y culpara de ello a las ‘fallas de mercado’ que, dogmáticamente postulan, son inherentes al sistema de producción capitalista.
En las prédicas del evangelio socialista, esto sigue siendo un dogma de fe. De nada sirve y poco les importa que Bernanke, expresidente de la Reserva Federal, y un gran estudioso de la depresión del 29, haya afirmado que fue precisamente la Reserva Federal, ese destructivo monopolio estatal del dinero, la causante de esa hecatombe económica. Pero el dogma es el dogma, una verdad revelada por la imaginación que no requiere ni de hechos ni de pruebas.