

Debatir con economistas de izquierda acerca del crecimiento económico de nuestro país en los últimos veinte años es tarea estéril y acaba en una absurda pérdida de tiempo. ¿Cuántos de ellos reconocen que se haya dado tal crecimiento? (No pierda el tiempo tratando de recordar el nombre de uno solo.) Sin embargo, una encuesta de Datum, publicada hace ya unos dos años, en cierta forma, se podría argüir, le daba la razón a quienes creían, en ese momento, que la trayectoria económica no había sido una de cuesta abajo. Todo lo contrario.
A la pregunta, ¿qué modelo económico prefiere: uno de libre mercado o uno con un Estado interventor, como el venezolano?, el 75 % se orientaba claramente por el de libre mercado. Y cuando se preguntaba qué país deberíamos tener como referente de desarrollo, el primer lugar lo ocupaba Estados Unidos.
Es indudable entonces que la mayoría de peruanos, en el momento de ser encuestados, sentía, vivía ese crecimiento. Pero que este no había llegado a todos también era muy cierto. Pues bien, que no haya llegado a todos, contrariamente a lo que afirman quienes critican el actual ‘modelo’, se debe precisamente a que del así mal llamado modelo solo se han aplicado ciertos principios básicos de libertad económica y empresarial.
En su esencia orgánica e institucional, sin embargo, el nuestro no ha dejado de ser un país socialista con taras mercantilistas. Se podrá decir que no, ¡imposible!, pero entonces cómo explicar que nuestra economía sea la quinta más informal del mundo. Lo imposible sería que, habiendo libertad irrestricta, exista informalidad; esta, después de todo, es la manera no verbal que tienen los mercados de decirle al Estado que su peso descomunal los está asfixiando.
Podrá decirse, con algo de razón, que sin la presencia del Estado todo sería caos, anarquía, desorden absoluto. Tal vez. Pero quienes así piensan, empero, también deben considerar qué efecto político-social produciría el que un Estado, como el cubano o el venezolano, busque englobarlo todo en un gran órgano rector, directriz: del caos y la anarquía se iría como por un tubo hacia el totalitarismo, y del desorden absoluto a la sumisión más abyecta. Si no es uno ni otro, no es absurdo por tanto suponer que haya un punto teórico a partir del cual, si nos movemos de uno a otro lado de este, lo que obtenemos a cambio son efectos sociales y económicos no deseados.
Efectos no deseados que encuentran su multiplicado correlato en la informalidad laboral, en la evasión y elusión de impuestos, en la emigración sin retorno, en el clientelismo político y en el mercantilismo empresarial. En fin, en todo aquello que hace del Estado una bestia odiada, a la que más rápido que pronto hay que desmembrar antes de que acabe con el cuerpo social.