La importancia del poder pensar fuera de la rencillas de aldea

Hugo Neira

En estos días, ¿qué nos preocupa? Por cierto la economía, que ya no crece como seis años atrás, estos años en que no gobernaron quienes habían iniciado ese rumbo hacia la economía abierta y mundial desde el modesto proceso de desarrollo de nuestro país. Pero además, el problema de la corrupción. Los daños son inmensos, tanto en lo crematístico como en lo moral. Se han producido dos actitudes, ambas muy riesgosas para nuestro inmediato porvenir. Por un lado, la distancia entre los ciudadanos y la clase política. El país real y el país del poder legal, nunca han estado más separados. Un segundo fenómeno nos inquieta, el establecimiento de un modo de pensar que llamo maniqueo. El desarrollo de esa idea se halla en El Montonero de este lunes 5 de agosto. El intitulado es «Perú, la peste del maniqueísmo». Esa tendencia fue una religión en los inicios del cristianismo. Pretendía reunir tres religiones, a Zoroastro, Buda y a Jesús. Fue una corriente potente, que competía con la Iglesia Católica. Su creador fue Mani, un arameo nacido en Babilonia en el 216-274. Tuvo libros, seguidores, entre ellos, en su juventud, nada menos que a San Agustín. Era una corriente abierta a tres espiritualidades. Sin embargo, es probable que fueran apasionados, acaso recalcitrantes. Y la Iglesia los desacredita, los observa como una secta más, puesta en la lista larguísima de herejías. En los tiempos modernos y contemporáneos el maniqueo viene a ser el pensador o el político que no solo es ardiente doctrinario sino que desprecia y aborrece al rival. Algo peor, espera que desaparezca o hace lo imposible para que se extinga.

¿A qué viene todo eso? Viene a que la impresión que me da la vida peruana en lo que concierne no solo a la pugna política sino a la manera como la intelligentsia y los medios se han acostumbrado a pensar. Mejor dicho, no se piensa, se abalanzan en diarios, antenas de televisión y en las redes sociales, sobre la yugular del que no piensa como ellos consideran como correcto. No se discute, se desprecia. La enfermedad de la insolente pereza de los maniqueos invade no solo el mundo de la cultura y de la democracia, sino la vida cotidiana. Divide a los peruanos, como nunca.

Nada tengo en contra del debate. Es más, si nos inspiramos en los orígenes mismos de la primera democracia, es decir los antiguos griegos; si pensamos en Atenas, madre del mundo occidental, y por lo tanto, tendencia dominante en diversos lugares del planeta, ella consistía no solo en elegir sus dirigentes —que no gobernaban sino en un corto plazo— sino en la costumbre del encuentro con el otro, en los debates públicos. Conscientes de que la verdad nunca está del todo del lado de un bando, una corriente, y menos, de una sola persona. El secreto de la libertad y alcanzar el saber para los atenienses, no era el producto de un dogma. Felizmente tuvieron una religión de dioses y rituales pero en la que nunca hubo un profeta que les decía qué era el bien y el mal, sino filósofos, pensadores libres, y por lo tanto, sensatos.

Atenas existía porque había controversia, discusión, polémica. Era en la vida pública, en la ciudad llamada polis, donde se realizaba esta manera de razonar, discutiendo con el otro. ¿Cómo nace esa civilización? Con Platón y Sócrates y los diálogos. Por eso, los helenistas de nuestros días llaman a esa Grecia antigua, la civilización de la palabra. No necesito explicar cómo esa libertad y ejercicio mental y moral, repite y amplía hacia la ciencia moderna, lo que se llama la Ilustración. Montesquieu, la primera Enciclopedia, Rousseau. Nosotros, en el Perú, tuvimos nuestra ilustración antes de las guerras de la emancipación: Hipólito Unanue, El Mercurio Peruano, San Carlos en el XVIII. Y en los Estados Unidos no se puede evitar mencionar a los Federalistas. Hasta el día de hoy, es un mundo de eternos debates y la aceptación de la pluralidad de pensamiento social y político.

¿Para qué decir que la Europa de hoy vive y enfrenta sus problemas y defiende sus éxitos, entre ellos el Estado moderno (que no logramos tener) a partir de este axioma moral? No hay absolutos cuando se piensa en la democracia y el uso del poder. La democracia no es solo las urnas, sino dos cosas: una forma de convivencia, y una manera de pensar, abierta y en constante modificación. Pero eso no es la situación cultural y política de la Lima de estos años. Se era menos intolerante en decenios pasados. Hoy, la exclusión del otro es el trabajo de los medios de prensa y las redes. No hemos avanzado sino retrocedido en cuanto a los comportamientos. Hemos vuelto a la Inquisición.

En este periodo oscuro de la vida peruana, traeré a esta columna, algunos textos que pueden dar una idea a los lectores de cómo, en otros países y latitudes, se asume la complejidad de la vida política y de las sociedades contemporáneas. Quizá entonces nos daremos cuenta de que el retardo no es ni económico ni político, es cognitivo. Es comportamental. Es más fácil ser dogmático que pensar el mundo peruano en su variabilidad y potencia. Hay en todo esto, un vicio viejo en nuestro país, la flojera mental. Más fácil es descartar al otro —sea conservador o reformador, de izquierda o de derecha— que tomarse el trabajo de intentar leerlo o escucharlo, con el fin de aprobarlo o rechazarlo. O entender que se puede coincidir con algunos, pero acaso no del todo.

Una última observación antes de dejar al lector ante los documentos que obsequio. Me sorprende en lo que leo, la ausencia en la prosa de lo que semánticamente se llama «los conectivos». Es decir, el uso de ‘sin embargo’, ‘por una parte’, ‘por otra parte’, y la expresión de ‘si bien es cierto que’, que por lo general le sigue, ‘no deja de ser verdad que’. ¿Qué es todo eso, en la lengua castellana que por generaciones ya no se enseña en las aulas? Nada menos que la posibilidad del matiz. O sea, nada es por completo verdadero o falso. Pero el maniqueísmo expone su punto de vista. Y nada más. El otro, no existe. Y no puede haber democracia en un país como el actual Perú, en el que la “contenta barbarie” predomina.  Qué tiempos aquellos cuando Víctor Andrés Belaunde escribía un libro para refutar a Mariátegui. O este refutaba a Haya de la Torre. Claro está, los años veinte. Y en los setenta, el debate entre Iván Degregori y Flores Galindo, ambos de izquierda. Nada de ese espíritu corre en los medios y se ignora en gran parte en las universidades actuales. Cada cual en una esfera. Bienvenidos a la nueva edad media.

EL TEXTO DE ESTA SEMANA.

UN PROFESOR MEXICANO Y LA IMPORTANCIA DEL ESTADO

Presentaré al autor, Arturo González Cosío. Hizo estudios de Derecho en la UNAM de México. Y el doctorado en la Universidad de Colonia, Alemania Federal. Profesor del famoso Colegio de México, en la UNAM, y una extensa vida académica, varias veces premiado en su país y en el extranjero. En lo que me concierne, confieso que me pareció siempre muy libre de las tentaciones ideológicas de nuestro tiempo. Y acaso por su formación en Alemania, capaz de una mirada global sobre el peso que tuvo en el desarrollo de la Europa moderna del siglo XIX al XX, el «requisito del Estado para dar poder a Europa». Y de paso, a los Estados Unidos. Hay otra razón en el profesor González para encontrar razonable la necesidad del Estado. Es mexicano. Y no se puede explicar el progreso mexicano sin tomar en cuenta la construcción de un Estado moderno después de la revolución mexicana. Terminada esta, México tuvo una conducción permanente con el PRI, que no tuvo ningún país de la América Latina. El México que he conocido, hacia el 2010, es el país que no solo tiene gas natural, plata, petróleo, sino produce acero, automóviles, y exporta productos de alta tecnología. Es hoy una potencia, tanto como Brasil. Y por otra parte, un país con Estado e identidad cultural. Creció antes de la mundialización. Algo que no nos ha ocurrido, acaso porque tuvimos siempre gobiernos pero no lo que se llama Estado. Lectura necesaria para los idólatras de todo mercado.

¿Qué es el Estado? ¿Por qué lo necesitamos? Lo que sigue.

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Notas para un debate sobre el Estado               

Por: Arturo González Cosío

«Más allá de lo que algunos denominan el fracaso de las grandes teorías, en plena quiebra de mitos y modelos, en el auge de la incomunicación y de la ambigüedad, tenemos que reconocer lo que significó el Estado para la sociedad europea en el largo camino de su existencia, desde el Renacimiento, en las ciudades italianas del siglo XV, la unidad colectiva abstracta de Prusia de los Hohensollern de 1640 a 1786, y en el breve aliento del Estado total en los años que van de 1920 a 1945 —Schmitt—.

Transcurre el concepto de Estado a partir de la «tecnicidad» de Maquiavelo, pasa por el Estado de derecho de Bodino, lo recoge Rousseau en función de la voluntad general y la ley, lo fundamenta Kant en la posibilidad de un marco ético individual, con rango universal, y Hegel lo propone como «realidad de la libertad concreta» y «plenitud de la idea moral».

El Estado es la institución que propicia el desarrollo y la integración de las naciones en Europa durante el siglo XIX. Se conforman bajo sus banderas los imperios coloniales de Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda y Alemania, con un formidable marco conceptual. Desemboca en las dos guerras —llamadas mundiales— que propician, segun Nolte, la sangrienta guerra civil europea entre el nazismo y el bolcheviquismo.

Mientras que en Norteamérica, paralelamente, se edifica un Estado distinto, pluriétnico y, ya desde entonces, instancia de dominación que alienta los conflictos ajenos y deja en manos de los países pequeños el manejo de los asuntos menores, expropiándoles las determinaciones estratégicas. Este nuevo tipo de dominación recoge la experiencia del imperio inglés para llevarla a una inteligente y más completa aplicación que anuncia su presencia también en el tercer milenio. Es en síntesis una mezcla del puritanismo y espíritu de corsario.

Las naciones que se independizaron a principios del siglo XIX, al igual que las que accedieron a este afán de libertad e identidad después de la segunda Guerra Mundial sin una sociedad que los auspiciara, han buscado en el estado nacional la vía que los condujera a su desarrollo. Se le consideró así, paradigma y arquetipo que podrían romper las viejas cadenas de la dependencia colonial; pero ninguno de estos países pudo realmente lograrlo. Se han denominado al paso de los años como repúblicas representativas, democráticas y soberanas, sin  jamás serlo, con humor negro o cinismo.  

Otras alternativas que parecen tener hoy los países subdesarrollados en su anhelo de independencia son la industrialización y la modernización que los orienta hacia las estrategias globalizadoras del mercado mundial. Tampoco estos reformismos significaron una solución, pues solo fueron pretexto para el enriquecimiento de las elites locales. Predominaron el despotismo, la corrupción y un intento inútil de proseguir, casi mecánicamente, con los gestos de imitación extralógica que quieren convertir de pronto a pequeños países en «potencias medianas». Se destruyeron las estructuras propias que les habían permitido sobrevivir, sumiéndolos en mayores miserias, pues les alteraron el modesto camino que llevaban para ahogarlos en «un agobiante círculo cerrado» de problemas más agudos.

Ni el socialismo, ni el fascismo, ni el capitalismo resultaron recetas aplicables a los países que querían construir, a través de movimientos revolucionarios, un nuevo y propio aparato de dominación que guiara al pueblo a la solidaridad y al desarrollo.

El hombre del mundo griego encontró en la polis su identidad fructífera —Finley—, el ciudadano romano se sentía obligado por la virtud a participar en la res publica —Kahler—; el hombre del medioevo fluía existencialmente en la gran pirámide escolástica —Santo Tomás—. Hoy el hombre, con las teorías desvencijadas y el pragmatismo desnudo, tiene que asumir un capitalismo desvinculado de cualquier ilusión de unidad, dependiente y frágil, a expensas de una globalidad no por tácita menos implacable.  

Vivimos en el «Estado de excepción» cotidiano. Somos gobernados por decretos distintos cada día, desechables, dictados más por un tirano que por un comisario, a quien nadie le ha encargado alguna tarea concreta de dominación. Obedecemos leyes aprobadas sin consulta y de antemano, que se cambian sin dificultad, según la coyuntura externa lo requiera.

 Formamos una sociedad disgregada en la que esporádicamente nos ponemos de acuerdo sobre realidades inaccesibles. Somos ciudadanos diluidos y asumimos compromisos que da igual si se cumplen o no, en tanto se mantengan vigentes los intereses de las esferas internacionales de poder.

Ante la imposibilidad de la utopía de un cauce moral que involucre a todos se requiere, nuevamente, otra «tecnicidad» al estilo de Maquiavelo, pues se han convertido los poderes Legislativos, antes fuente de la ley, en meros órganos mecánicos de legitimación que actúan por necesidades materiales del momento, sin una racionalización que los comprometa a dignificar la vida del hombre.

Somos un mundo que se organiza desde los puntos «circulares» de dominación que establecen las trasnacionales, de contenidos intercambiables y valorizaciones ad hoc. Llamamos hoy «sociedad civil» a un «foquismo político» pulverizado que es el resultado del triunfo del capitalismo. Paraíso del individuo en el que sin embargo este ya no funciona, porque su voluntad es contradictoria, su naturaleza mutable y en una continua disposición interna para aceptar la inercia, la satisfacción precaria de lo inmediato; sujeto a un mando que utiliza y regula, incluso la rebeldía.

Ante la angustia de los pueblos empobrecidos y desesperados, proponemos caminos que parecen sencillos y accesibles, siempre y cuando se tuvieran por lo menos «tiempo» y «recursos», y es precisamente de lo que carecen la inmensa mayoría de los países en la actualidad. Por ejemplo, sería inútil para México —como para tantos otros países— tratar de reconstruir al Estado nacional en su contexto exterior que se lo impide y con un tejido social que no lo sustenta, solo por un empeño nominalista.

La globalización viene a ser simultáneamente marco de referencia y presea de los triunfadores. Para los países desarrollados es un esquema práctico-teórico que justifica la dependencia de los demás y para la inmensa  mayoría es, meramente, una vinculación novedosa que no alivia las penurias ni garantiza las perspectivas de un futuro.

Siguen los pueblos anhelando al Estado, aunque sea ya solo una posibilidad anacrónica de articularse, una manera de proseguir la búsqueda de una sociedad abierta en la que el hombre se rija por valores propios, en la que, quizá, algún milagro maravilloso logre, siguiendo la terminología de Rousseau, que todas las «voluntades particulares» adquieren el mismo signo de la «voluntad general». Queda también la opción de la tribu, el regreso a la comunidad inicial, a las luchas étnicas —Maffesoli—.

Cada vez está más lejos el hombre de ser aquel individuo que aceptaba la disciplina moral de pertenecer a una cultura y por lo tanto a una sociedad. Agota su teleología en la visión que le otorga la multiplicidad de medios disponibles, tan variados y omnipotentes que no requieren dirigirse a objetivo alguno.

¿Estaremos ante un nuevo sistema de poder impersonal y no territorial ejercido por unos cuantos dueños de toda la información que confunden la realidad «real» con la virtual?

¿Este círculo invisible y prepotente da a la dominación y a sus atributos solo una dimensión estética como lo vislumbra Nietzsche, sin importarle si los que obedecen entienden o identifican siquiera las finalidades del proceso?» (Arturo González Cosío)

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Hasta la semana próxima.