Sobre el Brexit

Una manifestante contraria al Brexit ondea las banderas de la Unión Europea y Reino Unido en Londres. REUTERS/Toby Melville
Lorenzo Bernaldo de Quiros

Las repercusiones económicas y geoestratégicas del Brexit son sin duda relevantes y tendrán una incidencia negativa, pero el problema es mucho más profundo e inquietante: refleja la crisis de identidad del conservadurismo en el mundo occidental, con potenciales graves impactos sobre el devenir de la democracia liberal. En los sistemas bipartidistas, el nacionalpopulismo ha tomado el control del Partido Republicano en Estados Unidos y del Conservador en el Reino Unido, dos países nunca antes contaminados por ese virus y, en los multipartidistas, su posición se ve amenazada por la emergencia de formaciones iliberales con un marcado sesgo reaccionario que, por vez primera desde la Segunda Guerra Mundial, exhiben sin complejo alguno su hostilidad a los principios sobre los que se fundamentan las democracias liberales.

El caso británico reviste una especial gravedad. Desde comienzos del siglo XIX, los conservadores isleños fueron tan hostiles a la revolución como a la reacción. En los últimos dos siglos, su escepticismo ante los cambios radicales ha sido siempre acusado pero también su firme defensa de los derechos y de las libertades individuales, elementos básicos de un singular modelo constitucional generado a lo largo de un proceso evolutivo cuyo símbolo es la soberanía del Parlamento en el marco del rule of law. En clave burkiana, los tories valoraban sus instituciones tradicionales porque garantizaban el binomio estabilidad-libertad, a diferencia de un conservatismo continental que durante un largo periodo de tiempo hundió sus raíces en tradiciones ajenas a la libertad.

Desde esta óptica, la actitud de los brexiters duros, de los partidarios de abandonar la Unión Europea sin acuerdo, en ausencia de una mayoría de los Comunes a favor de esa postura, tiene un hondo y preocupante calado. Por un lado, socava la soberanía del Parlamento, que es la base de una democracia representativa, al negar de facto que los Comunes representen la verdadera voluntad popular; por otro, la suspensión del Parlamento durante 55 días para asegurar una salida forzosa de la Unión Europea el próximo 31 de octubre constituye un fraude constitucional; esto es, el uso de un procedimiento para conseguir una finalidad distinta al espíritu de aquel.

El argumento esgrimido por Boris Johnson conforme al cual su actitud es un método para renegociar la futura relación de Gran Bretaña con la UE es perverso por definición

Ambos factores no tienen precedentes en la historia política británica. Desde 1945, el promedio de días en los que el Parlamento suspendió sus funciones fue de 23, y en un escenario dramático como el del periodo 1939-1945 se mantuvo abierto casi de manera permanente. Quizás o, mejor, sin duda, Boris Johnson no pretende o no considera que su comportamiento altera de manera sustancial los modos, costumbres y convenciones de la Constitución británica, pero el resultado es el mismo y los daños son claros. No hay nada más incompatible con el estilo y hábitos constitucionales del Reino Unido que el populismo.

El argumento esgrimido por el primer ministro conforme al cual su ­actitud es un método para renegociar la futura relación de Gran Bretaña con la Unión Europea olvida algo esencial: el fin no justifica los medios y el recurso a ese criterio es perverso por definición. Tal vez esa práctica no sea ilegal en ocasiones, pero constituye un tor­pedo a la línea de flo­tación de la democracia liberal. En la práctica, esa es la técnica utilizada en Hungría por ­Orbán y en Polonia por Ley y Justicia para socavar desde el poder los cimientos del orden de­mocrático, eso sí, en nombre del pueblo y, en su caso, con un soporte mayoritario de sus parlamentos. Es la degeneración de la democracia en demagogia que se traduce en autoritarismo con ­ropajes democráticos. Es obvio que el Reino Unido no está ahí, pero de igual modo lo es que la actuación de Johnson y de su Ga­binete es cuando menos impropia.

Por lo que respecta al divorcio entre una mayoría de la población partidaria del Brexit a cualquier precio y una clase política opuesta a él, es preciso realizar algunas importantes consideraciones. De entrada, el margen de victoria de los brexiters fue muy estrecho, 1,9 puntos; una diferencia ridícula en una decisión de tal calado, la de mayor importancia adoptada por Gran Bretaña desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Dicho eso y asumiendo que, aun con esa exigua victoria, existía un mandato mayoritario para irse de la UE, ni en el referéndum ni en las elecciones parlamentarias que siguieron a este se votó a favor del adiós a Europa sin un acuerdo. En otras palabras, el Brexit duro carece de legitimidad democrática.

El problema del Brexit refleja la crisis de identidad del conservadurismo en el mundo occidental, con potenciales graves impactos sobre el devenir de la democracia liberal

En los ámbitos po­pulistas se considera la inmigración el factor determinante del voto a favor del Brexit. Los ciu­dadanos británicos reaccionaron en defensa de su identidad cultural e incluso racial contra la invasión extranjera y el cosmopolitismo antinacional de las élites. Sin embargo, el análisis de los datos es difícil de conciliar con esa tesis. De hecho, los resultados son muy interesantes. Londres y el sur de Inglaterra han sido los principales receptores de los flujos migratorios recibidos por Gran Bretaña durante los últimos veinte años. En esas partes del país es donde la votación a favor del remain fue mayor. Paradójicamente, las zonas con una menor presencia de población inmigrante son en las que el Brexit obtuvo una resonante victoria. En paralelo, la tasa de participación en el mercado laboral y en el empleo de los individuos nacidos en el Reino Unido no ha declinado sino aumentado, lo que indica que los nativos no se han visto perjudicados por la inmigración. Por último, esta ha realizado a las arcas públicas una contribución neta positiva. Entre el 2001 y 2011 fue de 22,1 miles de millones de libras. (S. Nickell & J. Saleheen, The impact of immigration on occupational wage: evidence from Britain, Bank of England, 2015).

La caída en la tentación nacionalpopulista de lo que ha sido un bastión histórico de la derecha liberal británica, el Partido Conservador, es el ejemplo paradigmático de la pe­ligrosa deriva-amenaza a la que se enfrenta el discurso anticolectivista en el mundo occidental. Con una izquierda infectada por las bacterias identitarias de la corrección política y con una derecha cada vez más alejada del liberalismo, se auguran malos tiempos para las democracias occidentales.

El futuro de la relación con la UE
 
El rechazo del Parlamento a un Brexit sin acuerdo y a una convocatoria de elecciones legislativas antes del 31 de octubre sólo deja en teoría una opción: la petición del Reino Unido de una prórroga con vistas a renegociar su salida de la Unión Europea y la aceptación de esa iniciativa por parte del resto de los gobiernos europeos. Boris Johnson ha conducido a su partido a una ruptura histórica y ha quebrado de manera sustancial su mayoría parlamentaria ante el voto contra sus propuestas de 21 diputados tories, entre ellos, el nieto de su héroe, Winston Churchill. El Parlamento ha reafirmado su carácter soberano ante el Ejecutivo, pero el escenario sigue abierto y la incertidumbre permanece.

(Publicado en La Vanguardia de España; reproducido con autorización del autor)