La religión climática

Lorenzo Bernaldo de Quiros

Existe una preocupación y un debate racional sobre la necesidad de combatir el cambio climático. El punto básico de discusión no estriba en el fin que se busca lograr, la reducción de las emisiones de CO2, sino en los medios y en el ritmo temporal para alcanzarlo. Sin embargo, esta conversación cambia de manera total cuando se traslada a los movimientos ­sociales y a sus activistas, que trasmutan la racionalidad en una especie de religión secular, acusando de enemigos de la humanidad a todos aquellos que no comulgan con sus dogmas. Desde esos sectores se anuncia en clave milenarista el apocalipsis si no se adoptan medidas drásticas cuya concreción nunca se realiza, salvo para señalar que “el capitalismo mata el planeta”.

En el mesianismo climático convergen una visión desfigurada y desequilibrada de la ciencia sobre la materia, dirigida a sembrar el pánico como alimento de la radicalidad, con la denominada ecomarxista, que se apunta a la causa como un primer paso para liquidar el sistema capitalista. Ambas tendencias se retroalimentan. Los hijos de Marx hacen causa común con los hermanos de Thunberg, unidos contra el gran capital, simbolizado por la industria, convertido en el maléfico motor expansivo de economías de mercado depredadoras. Esta tesis se expresa con claridad en Esto lo cambia todo , de Naomi Klein, uno de los textos sagrados de la Iglesia ecologista, que propugna ­acabar con el capitalismo, rehacer el orden global y cambiar los sistemas políticos.

Como todos los fenómenos religiosos, el milenarismo climático se sustenta en un mandato moral: la salvación del planeta. Este primer y principal mandamiento, cuya naturaleza es de por sí difusa y universal, se enfrenta a una primera y singular paradoja o contradicción lógica: la disposición de los ciudadanos a pagar para mitigar el cambio climático y su falta de disposición a soportar el coste de las medidas específicas para lograr esa meta. Esta afirmación está soportada por la ma­yoría de los estudios de ­opinión realizados sobre la materia; por ejemplo, los de Sterman y Sweezy para Estados Unidos o los de Pidgeon, Lorenzano y Bazerman para el Reino Unido y los países nórdicos.

¿Cómo se entiende esa incoherencia? La literatura existente ofrece numerosas y sofisticadas explicaciones que ilustran los errores cognitivos y de juicio derivados de la forma en la que los individuos tienden a procesar la información con el mayor ahorro de tiempo y el menor esfuerzo mental. Las ideas sobre el cambio ­climático tienden a ser intuitivas. ­Entre estas tiene un peso significa­tivo el naturalismo parroquial; esto es, la propensión a favorecer a grupos con los cuales se identifican.

Existe una ceguera y un cortoplacismo irresponsable de las élites occidentales, impotentes para llevar la luz de la razón a una cuestión secuestrada por la fe

Con sus anteojeras, los fieles de la religión ­climática y sus sacerdotes ­ignoran a los millones de personas de los países pobres, a los que la ­puesta en marcha de sus propuestas ­impediría alcanzar niveles de bienestar similares a los disfrutados por ellos. E­sto constituye una singular ex­presión de su solida­ridad moral con los des­favorecidos del mundo.

La aproximación de la teología climática a la realidad adolece de una serie de graves distorsiones: la predilección por explicaciones basadas en una sola causa, la búsqueda de soluciones rápidas y únicas y la adopción de un fatalismo, que agudiza la angustia y acentúa el radicalismo de los creyentes, ante el advenimiento de un inminente Armagedón frente al cual no se hace nada. Ello impide plantear una discusión racional sobre cómo reducir las emisiones de CO2, convirtiendo el principio de la sabiduría de las masas , alimentada por una propaganda de consumo fácil para un producto complejo, en paradigma para el ciudadano medio. Ello conduce a la primacía de los factores emocionales y marca el tono del discurso.

Sin duda hay un déficit de conocimiento sobre el clima, pero no hay una correlación necesaria entre información y opinión cuando los costes de estar equivocado son cero. Los individuos tienden a considerar correcta su visión del mundo y cuando el precio de la irracionalidad es bajo, porque permanece difuso o disuelto, es fácil y tentador sucumbir a causas consideradas morales y tener una fuerte predisposición a apoyarlas sin tener en cuenta sus efectos. Es barato ser políticamente correcto. Esto explica la capacidad de la religión climática para lograr la adhesión de millones de personas, para rechazar cualquier argumento contrario a la fe y para avalar la firme creencia de estar en el lado correcto de la historia.

El conjunto de puntos expuestos permite entender la impermeabilidad del ecologismo apocalíptico-buenista a la racionalidad económica, basada en un análisis coste-beneficio con la finalidad de evaluar las consecuencias de las políticas que se proponen. También ayuda a comprender la renuncia de los gobiernos a contar a su ciudadanía las alternativas existentes para disminuir la emisión de gases con efecto invernadero. Al final, las fervientes masas que han llenado las plazas del mundo hace una semana votan y castigarán a quien no asuma sus dogmas. Para cerrar el círculo, la religión climática se ha convertido en un magnífico negocio, lo que crea poderosos incentivos para difundir su doctrina y conseguir fondos de quienes por convicción o por miedo no quieren quedarse fuera de una Iglesia que, además, cuenta con una Juana de Arco nórdica casi elevada a los altares de la santidad.

Los fieles de la Iglesia ecologista ignoran a los millones de personas de los países pobres que no podrían alcanzar un nivel de bienestar similar al que ellos disfrutan

Por último, existe una ceguera y un cortoplacismo irresponsable de las élites occidentales ante los efectos de esta singular religión secular. Parecen resignadas e impotentes para llevar la luz de la razón a una cuestión secuestrada por la fe. No parecen tener en cuenta los enormes costes sociales y económicos que implica destruir los cimientos de la economía de mercado en pro de una loable meta, pero cuya consecución se asigna a iniciativas cuya introducción destruiría el bienestar y la prosperidad de millones de personas sin lograr su objetivo: el paraíso de un mundo descarbonizado, que corre el riesgo de transformarse en un erial.

Los nietos del 68
 
El movimiento liderado por Greta Thunberg es la versión posmoderna de las revueltas juveniles del 68. El ataque contra la sociedad de consumo y la alienación capitalista protagonizada por los hijos de la burguesía hace medio siglo se ha transmutado en una nueva ofensiva contra el capitalismo, esta vez, porque destruye el planeta. Si bien los sesentayochistas gozaron del apoyo de un marxismo en pleno auge, los nuevos rebeldes tienen de compañeros de viaje a todas las tribus de la izquierda que han visto una ocasión de ajustar cuentas con su eterno rival. Hoy como ayer, esta protesta tiene un claro aroma nihilista, porque no ofrece ninguna alternativa salvo el “hay que hacer algo” y eso implica destruir el modelo social, económico y político en el que vivimos. En medio de este aquelarre milenarista, las fuerzas de la razón permanecen a la defensiva ante la marea de una irracionalidad cuyo triunfo nos devolvería a las cavernas.