La filosofía, la casualidad, la vida. Pensar es escribir

«No es la primera vez que aludo a la necesidad de una filosofía política. Lo que yo sueño y quizá sea la obra de una generación venidera, debería reanudar la tradición de Kant en un aspecto fundamental, trazar un puente entre la reflexión filosófica y el saber científico.»                                                                             

—Octavio Paz

Hugo Neira

Me acaban de otorgar una membresía honorífica. No es la primera vez, sin contar las peruanas, me las han otorgado la AMECIP mexicana de Ciencias Políticas, y varias sociedades, en tanto que americanista e hispanista en mi vida de profesor en Francia. Pero en este caso es singular. El presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, Gustavo Flores Quelopana, decidió hacerme miembro de esa sociedad. Para mí ha sido una sorpresa. Y se lo agradezco de todo corazón. La ceremonia ha ocurrido el jueves 5 de diciembre y en el auditorio del Instituto de Gobierno y Gestión de la USMP. Recepción que se realizó en nuestro gran salón a pedido del propio Flores Quelopana. Él proviene de San Marcos y fue formado por el helenista Russo Delgado, y Juan Abugattás y se dedica a la investigación privada. Al acto, acudieron docentes y exalumnos nuestros y amigos. Y en consecuencia, a los discursos propios a estas ceremonias. Sin embargo, como están las cosas en Lima, con redes sociales en donde corren noticias pero también la mala fe, me siento obligado a decir que no fue algo que por mi parte yo buscara. Ni tampoco las membresías anteriores. No hay que tomarlo como gajes del oficio, al contrario. Me parece que además de tal honra, resulta ser una ocasión en que el invitado, en acto de conciencia, tome en cuenta el terreno de un orden simbólico al cual es también llamado. Por ello, estas páginas, que recogen gran parte del discurso personal de esa tarde, y algunos puntos que por la brevedad de estos actos, decidí dejarlo para la escritura. Y es eso lo que sigue.

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Sin duda es un honor y agradezco a la asociación de peruanos filósofos. Pero me atrevo a decir que hay también una coincidencia. En el transcurso de mi vida, silenciosamente, he leído, anotado y estudiado las obras de muchos y distintos filósofos. Pero confieso que nunca me atreví a estudiar la filosofía sistemáticamente. He consagrado mi vida entera a otras disciplinas, tales como la Historia, luego las Ciencias Políticas y más tarde, Ciencias Sociales, estas últimas dos en Altas Escuelas de París. Sin embargo, reflexionando sobre mi propia trayectoria, me pregunto por qué siempre fue placentero diversos campos del saber. Y si esto ha sido así, evito lo hipótesis de una superioridad individual ni algo natural. Pensándolo bien, tengo que explicar cuándo aprendí el quehacer intelectual. En Lima, antes de partir a Europa. Y muy joven.

Podría decir que todo comienza en San Marcos. Pero eso es una verdad a medias. Tuve estupendos profesores, al abordar la ciencia histórica. No solo Porras, sino Valcárcel, José María Arguedas, Tauro del Pino. Pero algo más que los cursos y las clases me llevó a un nivel mayor. Algo importante nos pasó a varios de nosotros en la casa de Colina. Algo sencillo, trabajábamos haciendo fichas para la lectura de Raúl Porras Barrenechea. Del maestro fuimos aprendices. Lo uso deliberamente, en el sentido de los antiguos gremios. Aprendices: «personas que trabajan a cambio de aprender un oficio». Los de ese taller eran Mario Vargas Llosa antes de su viaje a Europa, Pablo Macera y Carlos Araníbar, que más tarde heredaron sendas cátedras sanmarquinas, y el que esto escribe. Aprendimos como si fuéramos artesanos de otros tiempos, en su casa-biblioteca de Miraflores, las artes del quehacer intelectual. No con clases magistrales sino con prácticas. No sé si me hago entender. Leíamos por Porras —que andaba ocupado en el Senado— y hacíamos fichas. ¿Por qué Porras había reunido ese grupo de ayudantes? En esta historia, juega un papel enorme Mejía Baca. Gran editor de historiadores, temía que Porras no acabara el libro que de él esperaba, dada la actividad del Senado del cual era Presidente. Mejía Baca le sugirió a Porras que tomara auxiliares. La respuesta de Porras fue: «¿con qué dinero? ¿Tú crees que lo que me pagan en San Marcos me da para tener asistentes ? Mejía Baca respondió con los hechos, los cuatro tuvimos un ingreso al hacer fichas para Porras. Luego el maestro leía o corregía. Para ser más claros, interpretábamos documentos, libros, todo  aquello que hoy no se enseña, las ideas claves, los términos y conceptos de cada texto y autor. ¿Por qué pudimos tener esa habilidad? Saber comentar un texto y arrancar las ideas claves, envueltas en fichas cortas y precisas. A veces, reseñas. ¿Un don misterioso? Nada de eso. Nuestro maestro era una eminencia y nosotros no pasábamos los 22 años. Pero lo que sí sabíamos, ya eran las artes de la lectura, y la lectura crítica de un texto aprendido en las estupendas escuelas de la secundaria peruana de esa época.

Hubo otros exalumnos suyos, como Zavaleta, Jorge Puccinelli, pero ya eran profesionales y no estudiantes. Discípulos numerosos tuvo Porras, si se toma en cuenta que dictaba cursos tanto en San Marcos como en la Católica. Pero raros fueron los que participaron en esa formación de la inolvidable casa de Colina, hoy institución. «Qué suerte tuvieron», me dijo una tarde de esas Beto Ortiz, en un programa suyo. Y es verdad, el azar, la casualidad, el destino.

Yo quisiera que esas habilidades humanistas volvieran a las aulas, tanto de la secundaria como de eso que se llamaba «estudios generales». Se les debe preparar a los que entran en una universidad, sea cual fuese su vocación, en el arte de saber leer un texto y discutirlo. Y saber escribir un paper, cuando se aprende a ordenar las ideas propias. Eso no se enseña, grave error. Y eso fue lo que me permitió posteriormente, estudiar, saber escribir y ganarme la vida como periodista, mientras seguía cursos académicos, y más tarde, saber investigar y escribir libros y artículos para los diarios, unos y otros, bien construidos.

Todo esto pude decir, ese jueves, en el auditorio del Instituto de Gobierno y de Gestión, en la cuadra nueve de Benavides, pero no lo hice. Era demasiado personal. Y por otra parte, explicar las relaciones amigables y a la vez conflictivas de la Filosofía y las Ciencias Sociales no era posible para  una ceremonia que tenía que ser breve. Me decidí a olvidarme por un rato de qué es sociología. Ni la mencioné. Y entonces se me ocurrió contar mi vida en torno a los varios encontronazos que tuve con lo que llamamos filosofía. No se sorprendan, la idea de la vida como choque o tope de algo, es de Ortega y Gasset. «A veces inmersos en circunstancias particulares». No lo dije así en la explicación oral, lo digo ahora, en la escritura.

Mi primer accidente filosófico ocurre en mi secundaria. Mi educación media la hice en una Gran Unidad Escolar, el Melitón Carvajal. Había un examen previo, aunque la educación era gratuita. Un test de inteligencia. No sabíamos que era un experimento. Había un departamento de psicología dirigida por un sabio alemán, Walter Blumenfeld. No sabíamos que íbamos a tener, además de docentes calificados, profesor de música, artes y deportes. Y de educación cívica. Que aprenderíamos gramática castellana, y por cierto inglés, y tantas asignaturas de ciencia  —física, química, matemáticas— como asignaturas humanistas, literatura peruana, del Siglo de Oro, historia del Perú, e historia universal. Y clases de lógica y filosofía en el V año, antes de partir a las grandes universidades. En las que entrábamos con gran facilidad. Nada de esta educación existe hoy.

El accidente filosófico reinaba en ese colegio secundario. El director, en mis años de secundaria, era Julio Chiriboga, filósofo peruano, nacido en Huamachuco, profesor nada menos que en San Marcos. No lo sabíamos, pero vinculaba pedagogía con filosofía. Hasta hoy recuerdo sus discursos ante todo el alumnado. «La lectura para acceder al pensamiento crítico». El escolar que yo era no sabía que antes de ser pedagogo, había aprovechado el cargo de secretario de delegación —puesto de diplomático— para seguir cursos de filosofía en la Sorbona, y en el famoso Collège de France. Pero algo me llamaba la atención, disertaba de vez en cuando sobre la ética, nos decía «caballeritos», lo cual nos hacía sonreír. Éramos una muchachada de hijos del pueblo, negros, cholos, zambos, blancos pobres, blancos ricos cuyos padres habían matriculado ex profeso en ese colegio estatal, y así por el estilo. Un día me llama porque el inspector me delata. Había formado un grupo llamado ANA. O sea, Alianza Nacional Atea. Éramos muy pocos, Guillermo Albert, hijo de alemanes. Eduardo Saeki, obviamente nisei. Alejandro Ortiz que era norteño y aprista, el ‘mono’ Llanos, afroperuano como se dice, mi gran amigo. Ante Chiriboga expliqué nuestro ateísmo. Con paciencia de sabio me escucha y al final me dice: «usted no es ateo, es deísta». Y me explica los pensadores de la Ilustración. «A usted lo que no le gusta es la Iglesia». En efecto, había un cura en ese colegio estatal, para el curso de religión. Me quejé entonces de su poco nivel y lo aburrido que era. Chiriboga no me dijo nada y poco tiempo después, el cura fue reemplazado por otro, el padre Abarca,  cajamarquino, realmente deslumbrante. Le encantaba rebatir mis argumentos tomados de Kant sobre las pruebas de la existencia o no de la divinidad. Brillante, tanto que se lo llevaron al Vaticano. Solo años después me entero de que Chiriboga era un difusor del pensamiento de Nicolai Hartmann, un kantiano.

El segundo « accidente filosófico » ocurre en Saint-Étienne, en Francia, por lo años ochenta. Era entonces un modesto profesor contratado, y en algo un exilado, por el papel jugado durante el velasquismo, no tenía sitio alguno en las universidades limeñas. No guardo rencor, digo lo real y lo que hice es, una vez más, acudir a Francia, madre adoptiva. Me colocaron en una universidad de provincia, con tal que terminara mi tesis francesa. El lugar era Saint-Étienne, lejos de París. Menos mal que un avance prodigioso de los ferrocarriles abreviaba el viaje a dos horas y media. El TGV, tren de gran velocidad. Iba y venía. Es como si fuésemos de Lima a Piura, ida y vuelta. Todo esto, lejos de los griegos y cualquiera eco del helenismo. Y de pronto, el accidente filosófico. Y descubro la pedagogía de la Tragedia y la importancia de la cultura griega.

Un alcalde, que era comunista, decide darle al pueblo lo mejor. Monta en Saint-Étienne un teatro a la manera de la Antigüedad griega. Y ahí, para un publico enorme, Edipo Rey, de Sófocles. Para asistir, era necesario llevar algo para comer, la obra duraba 12 horas. El tiempo del espectáculo de los antiguos griegos. La  tragedia, invención en la Grecia del siglo VI a.C. Acto escénico sin duda, pero con coro, que expresaba la voz del pueblo, y danzas, y un texto escrito y género literario. Y algo que yo no sabía, la tragedia griega era una suerte de pedagogía de masas.

Debo explicar, aun sumariamente,  Edipo Rey. La peste se había desatado sobre Tebas, y el pueblo se moría con plagas misteriosas. Edipo el rey, se había casado con Yocasta, (ignorando que era su madre). No era un perverso, Freud lo toma de esa manera, no era sino una víctima de los dioses caprichosos y de la Moira, el cruel destino, Edipo en camino a Tebas, se había cruzado con desconocido, un noble vanidoso que le cerró el paso, hubo un combate y mata a ese hombre. Se llamaba Layo, era rey, y padre de Edipo. Pero él, lo ignoraba. Moraleja, ¿qué hombre conoce su futuro?

La Tragedia de los griegos gira sobre el axioma que nadie evita el destino. A Layo y a Yocasta el oráculo les había prevenido que su hijo era un peligro, y por eso, lo enviaron a que lo adoptaran Polibo y Mérida, reyes de otra ciudad, Corintio. Así, cuando Edipo, adulto, se entera de su destino, huye justamente de los que cree que son sus padres. Terrible error, cae en manos de la Moira. Yocasta se suicida. Cuando sabe quien es, Edipo se arranca los ojos. La moraleja es visible. Nadie escapa al destino.

Pero hay otro significado, de carácter a la vez moral y simbólico. No por azar Edipo es un príncipe. Y un hombre inteligente. Edipo, antes de llegar a Tebas, encuentra en su camino a la Esfinge. Un monstruo que devoraba a los viajeros, no sin antes plantearles una enigma, una adivinanza, un acertijo. Y le pregunta al viajero Edipo ¿cuál es el animal que tiene cuatro patas al amanecer, dos al medio día y tres al atardecer ? Y Edipo responde: eso es el hombre. En la mañana, gatea con cuatro patas, al mediodía es adulto. Y en la noche, anciano con bastón. La Esfinge huye, la han vencido. Entonces, ¿Edipo conoce todo, menos quién es. La filosofía se inicia desde esta lección. Humanos que somos, podemos saber muchas cosas, desde la redondez de la tierra hasta examinar el cosmos, pero lo más difícil es conocerse a sí mismo.

La tragedia griega revela, a cuatro siglos de nuestra era, un cambio en la vida y el imaginario de los griegos. El héroe legendario había cesado de ser un modelo. Ya no es el tiempo de Homero y las leyendas. Por algo los protagonistas siempre son extraños a el ciudadano corriente, reyes, príncipes, extranjeros. La tragedia como género, corresponde a las reflexiones sobre los derechos políticos del siglo V. Es un giro, un punto de quiebre al innovar de modo radical en el campo de las instituciones sociales, las formas del arte y la experiencia humana. El descubrimiento de lo trágico en Saint-Étienne me hizo conocer Grecia, no la actual, la antigua. Desde entonces, aprendí cuanto pude sobre sus filósofos. De ahí, muchos años después, mi libro Lecciones sobre los filósofos de la política. De Aristóteles a Hannah Arendt. Editado por la USMP.

El tercer «accidente filosófico» es más sencillo. Estudiaba en la Haute École des Sciences Sociales de París, a partir de un conjunto de materias, desde un troncal. Durkheim, Spencer, Marx, Pareto, la sociología tiene diversos padres fundadores. Pero eso no era todo. Esa escuela superior impone al menos la iniciación de otras ciencias del hombre. Debía seguir un curso sobre antropología, al menos una iniciación. Me pusieron una lista, y elijo, entre muchos, a Claude Lévi-Strauss. Me admitió. Estudiar con Lévi-Strauss antropología es como seguir lecciones con Albert Einstein sobre física cuántica. Una vez más, en mi vida, el amable azar.

Pero también había un curso obligatorio y paralelo a las ciencias sociales, de filosofía. Estaba de moda en París, en ese momento, el filósofo Althusser. Lo he dicho en otra ocasión, pretendía disolver el Marx filosófico y reemplazarlo por un Marx neopositivista. A mí, en esos años en que todavía era marxista, me interesaba el joven Marx, el de La Ideología alemana, y la problemática de la alienación. En cambio, el Marx del Capital, no me parecía lo mejor. O sea, no me interesaba el approche de Althusser. Y entonces, busqué otro profesor, y este fue Lucien Goldmann. Rumano, librepensador, el autor de Le dieu caché, 1955, el dios escondido. Me interesó su hipótesis, «más allá de la comprensión individual, hay siempre una estructura esquemática, que se oculta». ¡Cómo me ha servido en mi vida de investigador ese axioma! Las sociedades no dicen nunca sus reglas secretas.

Dicho todo esto, esa noche, habiendo llegado a Rousseau, mostré al público cuatro libros suyos. Los que explico en mis cursos. Ciertamente, el célebre Discurso sobre las ciencias y las artes, con el que ganó un concurso en la Academia de Dijon, en 1750, y que lo hace célebre al Rousseau desconocido hasta entonces, que firma ese primer ensayo como «ciudadano de Ginebra». Y el segundo,  Discurso  sobre  el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en 1754, en ese caso no tuvo premios ni homenajes, sino hostilidad y persecuciones. Y luego, explico también El Contrato Social. Pero el cuarto es el momento más alto en Rousseau, el Emilio. El primer texto de la pedagogía moderna. Y el inicio de un cambio general de la sociedad misma. Pero entrar a ese Rousseau es salirse de las ciencias sociales y aventurarse a los prados de la reflexión filosófica.

Hay otro libro, uno que firman filósofos españoles actuales. José Luis Moreno Pestaña, y Francisco Vázquez García, y se titula, Pierre Bourdieu y la filosofía. O sea, al más importante de los sociólogos de Francia de estos años, lo encuentran filosófico los filósofos mismos. Concluyo, pues, que las fronteras entre disciplinas se relajan. ¿Qué está ocurriendo? ¿Una sociología de la filosofía? ¿O una filosofía que reconfigura a las disciplinas que no atomizan el saber sino que construyen conceptos? ¿La función crítica y reflexiva mediante un diálogo socio-filosófico?

Consecuencias en mis rutinas de escritor. Tal vez ahora me ocupe de algunos proyectos. Por ejemplo, el lenguaje de lo real, pero no solo eso, más allá del mundo de lo evidente y lo empírico (la historia, la sociología) está lo simbólico y lo imaginario (literatura, filosofía). En fin, como temática y ejercicio, me interesa «ser y estar» del castellano. En efecto, no lo hay en inglés, ni en francés, ni en alemán. Para ello, estudiar a las cumbres del pensamiento en esta lengua: Octavio Paz, Jorge Luis Borges y Ortega y Gasset. Acaso, pese a mis años —y si la salud no me traiciona— aprendería el alemán. Me fascina su capacidad de abstracción. Geschichte, historia de la historia. Zeitgeist, «el clima simbólico de un determinado tiempo».

Peter Watson, en un enorme estudio sobre la historia intelectual de la humanidad, sostiene que desde 1848 a 1933, fue un siglo alemán: en medicina Freud, Adler, Jung. En filosofía: Nietzsche, Heidegger, Husserl, Cassirer, Carnap, Tonnies. Y Sombart, Simmel, Mannheim, Max Weber, en sociología. Y en las ciencias, no solo Einstein, sino Max Planck y por ahí, Karl Popper. Acaso porque en la lengua alemana se tiene dos vocablos para la idea de cultura. Kultur que envuelve las áreas intelectuales, espirituales y artísticas, y Zivilisation «al ámbito de la organización social, política y técnica» (Watson). Hay naciones que tienen su Kultur pero no son civilizadas. En fin, desde este criterio, el inglés no es la lengua mayor. Sirve para los negocios, la tecnología y otras ciencias, pero no para poner un orden civilizado en el mundo. Explicar el porqué de la hegemonía de una cultura sobre otras, me llevaría a una explicación digna de varios tomos. Gracias.