¿Qué liberalismo?

Con demasiada frecuencia se asigna al liberalismo el ser la causa de todos o de casi todos los males que afligen a las ­sociedades occidentales. Esta crítica se formula no sólo desde la izquierda identitaria y desde la derecha iliberal, sino también es esgrimida por personas e instituciones que se proclaman liberales o simpatizan con este ideario. Esta actitud no es nueva. Se ha repetido en numerosas ocasiones a lo largo del tiempo. En los momentos de crisis económicas, políticas, sociales y culturales, siempre existe la tentación de ceder y hacer concesiones ante las que se creían fuerzas irresistibles de la historia: el totalitarismo, el autoritarismo o el populismo. Así se pretendían salvar del naufragio los restos decrépitos de la sociedad abierta y de la democracia liberal.

De acuerdo con ese planteamiento, el liberalismo habría sido canibalizado por el neoliberalismo, por el imperialismo economicista del laissez faire , encarnado en un capitalismo salvaje que ha conducido a erosionar cuando no a dinamitar el orden y la seguridad preexistentes. Ante esta situación, las clases medias occidentales se han echado en brazos del populismo en búsqueda de la equidad, de la restauración de los consensos sociales y del progreso destruidos por largos años de hegemonía neoliberal. Esta narrativa, que no persigue los mismos fines, es en la práctica idéntica a la empleada por los populistas y, como aquella, es cuestionable.

De entrada, no es cierto que el Occidente del siglo XXI sea o haya sido un modelo de capitalismo rampante, sino todo lo contrario. En el ámbito económico, la presencia del Estado es hoy mucho mayor de la existente hace tres, cuatro o cinco décadas, utilícese el parámetro de medición que se desee: ratio gasto público/PIB, presión fiscal, endeudamiento del sector público o regulación de la economía. La revolución liberal de los ochenta logró contener durante un breve espacio temporal la expansión del Estado, pero no logró revertir su crecimiento. Esta es la realidad y desde luego no guarda relación alguna con la imagen de un paraíso o un infierno, según quien sea el observador, dominado por el laissez faire .

La crisis actual es la del consenso socialdemócrata compartido por la izquierda y la derecha tradicionales

En los países democráticos occidentales, la absorción por parte del Estado de parcelas cada vez mayores de la vida social, la reducción de la capacidad de elección de los individuos, la creciente injerencia de los poderes públicos en su esfera de autonomía, se ha traducido en una progresiva e imparable restricción de las libertades individuales. Esta tendencia se ha visto fortalecida por la emergencia de un neocolectivismo, alimentado y respaldado desde el poder, que demanda privilegios en nombre de supuestas identidades grupales con un objetivo, disolver la individualidad, y con un resultado: fragmentar el orden social en tribus. En este contexto, no es correcto sostener que el Occidente del siglo XXI se caracteriza por una sobredosis de individualismo.

La crisis de nuestro tiempo no es la del liberalismo sino la del consenso socialdemócrata compartido por la izquierda y por la derecha tradicionales durante décadas. La socialdemocracia se ha vaciado de contenido ante el éxito indiscutible de la implantación de su agenda en la mayoría de las democracias occidentales y ante su fracaso en ofrecer una respuesta a los desafíos nacidos de la Gran Recesión. Sin opciones reales de cambio dentro del sistema, estas han surgido fuera de él y contra él: los populismos. Ante esa situación, la izquierda ha iniciado una era postsocialdemócrata. Ha vuelto en el terreno macroeconómico a un keynesianismo cañí y a un masivo intervencionismo micro que harían estremecer a Keynes, y en el político, ha adoptado con fervor el credo de las diferentes sectas posmodernas, del ecologismo al feminismo radical. Quien se ha quedado descolocado es el centroderecha convencional, que oscila entre el mantenimiento con retoques parciales de un statu quo en descomposición o siente la tentación de sucumbir a los cantos de sirena de la derecha iliberal.

En este contexto, no hay que repensar ni refundar el liberalismo, sino reafirmar la vigencia de sus principios clásicos y recordar que las libertades son indivisibles. Son parte de un sistema integral que se autorrefuerza. Hume ilustraba esta tesis con la metáfora de un arco en el cual cada piedra soporta a las demás y, si alguna de ellas cae o es retirada, todo aquel se derrumba. Por eso es un error desvirtuarlos para adaptarlos no a la realidad sino a la realidad virtual construida por la izquierda identitaria y la derecha iliberal. Claudicar a los dictados de la corrección política dominante sea roja o blanca en búsqueda de una popularidad efímera o, peor, para obtener una patente de legitimidad por parte del adversario es una mala estrategia. Los liberales son los herejes políticos de estos tiempos de penumbra. Han de asumir, como lo han hecho en el pasado, la ingrata e impopular misión de ir contra corriente con las armas de la razón y de una tolerancia combativa contra la irracionalidad de la nueva fe colectivista.

No hay que repensar ni refundar el liberalismo, sino reafirmar la vigencia de sus principios clásicos

Un mundo complejo y posmoderno necesita un modelo pluralista y abierto que permita una constante capacidad de adaptación a los desafíos presentes y futuros, desplegar la iniciativa y la creatividad de los individuos, conciliar los distintos valores y fines individuales en un marco de paz y convivencia pacífica y movilizar a través de un proceso de cooperación voluntaria, no impuesta desde el Estado, la energía de las personas y permitir a cada uno vivir como desee siempre que no agreda a los demás. Esto se traduce en un Estado que mantiene la ley y el orden, garantiza los derechos individuales, asegura la igual libertad ante la ley de todos los ciudadanos y mantiene una red de seguridad básica para todos aquellos que no son capaces de obtenerla por sus propios medios.

Aunque parezca una provocación, es preciso resaltar que la mayoría de los seres humanos viven en el mejor mundo conocido hasta la fecha. Nunca ha existido menos pobreza a escala global, nunca ha habido tantas oportunidades para que los individuos tengan la opción de mejorar su existencia; nunca la esperanza de vida ha sido tan larga; nunca se han producido avances médicos tan espectaculares en la lucha contra la enfermedad y la muerte; nunca ha habido una sensibilidad parecida hacia los desfavorecidos… Y todo esto no ha sido una casualidad ni el resultado de las fuerzas del destino, sino la consecuencia de la extensión con mayor o menor intensidad de los principios del liberalismo. A quienes más se han acercado a sus ideales les ha ido mejor.