La libertad no debe contagiarse.

En todo el mundo, la mayor parte de la actividad económica se ha congelado, preparando el escenario para una recesión global. Además de la cifra de muertos y la estabilidad de los sistemas de salud, la gran pregunta en este momento es qué tan grave será la recesión económica y qué consecuencias permanentes tendrá. Del mismo modo, sólo podemos adivinar qué efectos tendrá el virus en regiones ya frágiles. Más allá de eso, todavía es demasiado pronto para una evaluación remotamente realista de las consecuencias humanitarias del Covid-19.

Pero la experiencia de crisis pasadas nos dice que grandes conmociones como esta tienden a perturbar los sistemas políticos. Las democracias occidentales, en particular, pueden poner a sus gobiernos en tela de juicio. Los principios de los derechos humanos pueden enfrentarse a los imperativos económicos. La pandemia también invita a un conflicto generacional entre jóvenes y viejos, y entre autoritarismo y democracia liberal.

En el corto plazo, los países más afectados por la pandemia, como es el caso de nuestro país; se convertirán en economías en crisis: los gobiernos buscarán enormes niveles de gasto y otras medidas no convencionales para evitar un colapso total. La efectividad de la respuesta aún está por verse. Pero está claro que la relación entre la economía y el Estado podrá sufrir un cambio fundamental. Todos esperan que el estado inyecte grandes sumas de dinero en la economía y rescate (o se haga cargo) de empresas y sectores en peligro que se consideran esenciales. Sin embargo si esto acontece, el rol masivo del Estado tendrá que reducirse una vez que haya pasado la crisis, pero la forma de hacerlo está en debate. Idealmente, los gobiernos transferirán los rendimientos que provienen de la reprivatización a un fondo soberano de riqueza, dando así al público una participación en el acuerdo posterior a la crisis. La pandemia permite construir empresas más productivas e inclusivas. El cambio hacia normas sociales más solidarias y sostenibles tiene que producirse también en el seno de las empresas. Los directivos y accionistas tienen una oportunidad de oro para mostrar su orientación al bien común. No se trata de salvar solo las empresas, sino todos los interesados en su mantenimiento y rentabilidad a largo plazo. Es necesario negociar una mayor flexibilidad sin romper la relación laboral, acompañada de un mayor compromiso colectivo. De esta forma, la crisis económica durará lo que dure la sanitaria. De otra forma, volveríamos a tener otra década perdida.

Esto no sugiere que se abolirá la economía de mercado. Pero el Estado tendrá  una presencia  fuerte frente a la comunidad empresarial, al menos cuando se trata de cuestiones estratégicas. Por ejemplo, la crisis invitará a un importante impulso político para la soberanía digital en Europa. Su modelo no será el de la China autoritaria, sino el de la Corea del Sur democrática, que ha establecido una ventaja digital.

Está demostrado que las soluciones más eficaces de políticas públicas casi siempre resultan de la colaboración entre el Estado, el sector privado y la sociedad civil. Lo es en el caso de la salud pública y, aparentemente, también es el camino más promisorio en la búsqueda de la cura hoy. Nótese, existen dudas acerca de cuándo tendremos la vacuna contra el coronavirus—6, 12, ó 18 meses—pero certeza que sí la tendremos.

No obstante, el debate de la esfera pública, que corre en paralelo a la ciencia, se caracteriza por un maniqueísmo reduccionista. Es obviamente un signo de la época. El papel de los empresarios y la iniciativa privada, seguirá siendo fundamental.

Ya han  aparecido muchos “Expertos” en salud pública, formados en redes sociales en unas pocas semanas, que pretenden  explicar que el sistema de salud estatal es mejor, que el Estado es mejor,  pues persigue cuidar y curar a la población, mientras que el sistema privado solo busca lucrar con ella y, ergo, no le importa enfermarla.

Ojalá fuera tan simple. El sistema de salud en España es  público, y considerado en la vanguardia europea de atención, ha sido igualmente sobrepasado por esta crisis como el de Estados Unidos, mayoritariamente privado; y lo mismo sucede en las fronteras de la investigación.

En nuestro caso, muchos altos funcionarios como ministros y “expertos” fugaces, educados en las trincheras del prejuicio ideológico, hacen lo posible para que los sectores  de izquierda, proclamen que esta crisis global de salud pública  es un inevitable declive del capitalismo y lo gritan a soto voce, pidiendo cambio de constitución y otros despropósitos como dejar la actividad minera.

Nos ha tocado un Gobierno pseudo progresista que ha tratado la  pandemia con una grave banalidad, agregando a la nutrida agenda de la polarización dogmática que practican como reflejo condicionado el culpar a la población del fracaso de un confinamiento por sus experimentos , por sus inconsistencias y su falta de gestión.

Estado o mercado, esa es la opción de la que hoy nos habla un marxismo chatarra que sucumbiría ante el estructuralismo, por ejemplo, también de inspiración marxista. Pues, para el mismo, la función primordial del Estado es garantizar las instituciones que reproducen el capitalismo en el tiempo, el mercado entre ellas. Pero no lo leyeron, de otro modo se habrían ahorrado la irrelevante dicotomía.(Héctor Schamis)

Los repetidores de slogans, culpan por todo a la derecha, mientras quien  gobierna es la  “izquierda”, nótese que el Ministro de Salud es el que representa el cupo en el Gabinete del Frente amplio. En el Perú y  en América Latina, alegremente, los sectores socialistas  dicen que la pandemia es resultado del “(neo)liberalismo”. Sorprendente por decir lo menos. En la mayoría de los países de América la construcción del Estado es obra de las elites liberales educadas en la Ilustración y la economía política clásica. Junto al Estado trajeron la salud pública, de hecho, pero igual nos dicen hoy que “el neoliberalismo mata”. Y ello sin pestañear.

Pero el liberalismo no mata, ni el nuevo ni el viejo. Lo que mata es ser gobernados por irresponsables, demagogos, recicladores de un relato que ni siquiera califica como ideología, chauvinistas provincianos, charlatanes de clichés, encubridores de criminales. Matan los ineptos, los incompetentes con responsabilidades públicas, los incapaces de gestionar una crisis común, mucho menos una pandemia. Matan quienes se aprovechan de lo aleatorio de esta devastación—o sea, la incertidumbre inconmensurable—para ensayar sueños despóticos, coartando derechos con excusas. Matan quienes los justifican, aquellos que normalizan autócratas que fabrican estadísticas. Matan quienes pretenden gobernar con dogmas. El lenguaje inclusivo no salva vidas, funciona como mero ritual de secta.

Entre tantos aprendices de déspotas, tal vez el eslabón más frágil de la pandemia sea el orden liberal internacional, ese sistema de valores que combina la libertad y la democracia representativa. Ese es el orden que hay que proteger y, tal vez, que habrá que recomponer.

Fuentes:

La Política de la Pandemia, Joschka Fischer.

Estado Mercado y Pandemia, Héctor Schamis