

La libertad religiosa, un derecho humano primario
Es el colmo que el tradicional Te Deum de acción de gracias por la independencia nacional, que se celebra desde 1821 cada 28 de julio (este año, apenas tres días antes de terminar la prohibición de actividades de culto religioso) ha quedado suprimido por decreto supremo. ¿Acaso es difícil respetar la separación de dos metros entre invitados tan ilustres como los jefes de los poderes del estado, los embajadores del cuerpo diplomático, los ministros, y los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional que señalen sus respectivos comandos? La nave de la catedral de Lima tiene capacidad para mil personas sentadas.
Desde que el gobierno del Perú declaró el estado de emergencia nacional y aislamiento social obligatorio, en vigor desde el 16 de marzo, quedó restringido el ejercicio de los derechos constitucionales relativos a la libertad religiosa y otras libertades y seguridades personales, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de reunión y el tránsito en el territorio nacional.
En julio seguimos sin ir a misa los domingos, porque podríamos contagiarnos de covid-19. Mucho menos, los días de semana, aunque las iglesias son grandes y los asistentes, esos días, pocos. El ejercicio de la religión ha sido postergado hasta el final, argumentando que la aglomeración de gente contagia. Las personas piadosas, que gracias a Dios son muchas, están escuchando la santa misa por televisión, que celebra el Papa el arzobispo de Lima (todos los domingos a las once de la mañana en la catedral vacía), y otras. Pero no es lo mismo.
La libertad religiosa fue proclamada por el Concilio Vaticano II, en la declaración de la Dignitatis humanae, promulgada el 7 de diciembre de 1965 por Pablo VI. Impactó en las naciones satélites de la URSS, donde la religión estaba perseguida. Hubo quienes la interpretaron mal en Occidente, en el sentido de un sincretismo en boga, o un relativismo liberal, que equipara en la práctica unas religiones con otras.
La libertad religiosa defiende el derecho primario de cada persona a seguir sus creencias trascendentales sobre el Creador y la creación, sin que ninguna potestad humana con fuerza coactiva pueda darse el lujo de suspenderle el culto, ya sea privado o público, individual o colectivo. Si tenemos derecho a comprar alimentos y medicinas para sobrevivir, tenemos también derecho a calmar nuestras ansias de Dios, cumpliendo nuestros deberes religiosos con libertad.
Bastantes países han respetado el derecho de sinagogas, iglesias y templos, y mezquitas, a celebrar libremente sus ritos litúrgicos. Ciertamente, el ritmo de la pandemia tiene su propio itinerario en cada pueblo. Pero en el Perú hay un dato que quita objetividad a la prohibición de reuniones religiosas: la presencia del ministro de Salud, cuyas creencias religiosas son nulas.
La Iglesia ha señalado los protocolos que se deben cumplir al ingresar a un templo: lavarse las manos con alcohol, llevar la mascarilla puesta, mantener la distancia de metro y medio, y acercarse a comulgar en la boca, que es la manera más higiénica (las manos, a pesar de todos, son muy peligrosas, porque lo tocan todo). El sacerdote celebrante tiene asimismo su propio protocolo, lo mismo que los monaguillos. Ya funciona al aire libre el 90% de las actividades sociales. La limitación de la libertad religiosa, por tanto, es de dudosa legitimidad inclusive en esta emergencia. Las autoridades gubernativas la deben respetar, conjugándola con los protocolos ya señalados, comenzando por el Te Deum de 28 de julio.