

La ausencia es la noticia en las elecciones parlamentarias del domingo 6 de diciembre en Venezuela: más del 80 % de los electores no acudieron a votar. Ello indica que apenas menos del 20% votaron y, de ese porcentaje, sólo el 68.5% votó por el partido del gobierno. La democracia venezolana lo ha repudiado. Así lo ha entendido el Grupo de Lima, que ha descalificado la votación y por ende al gobierno. Firman la declaración, insistiendo en un periodo de transición del poder, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Panamá, Paraguay, República Dominicana, Santa Lucía y Perú.
Cuando no se respeta libremente a la constitución de un país, entonces es el brazo armado de la ley quien tiene la palabra. Pero parece que las Fuerzas Armadas de Venezuela no quieren intervenir. ¿Qué les une a Maduro, que no ha sido militar sino chofer interprovincial?
Cuando la corrupción une a un gobierno que ha perdido legitimidad con unas Fuerzas Armadas que indebidamente lo respaldan, quedan varios modos de terminar: 1) que Maduro y sus íntimos tomen un avión y se vayan a un país desde no puedan ser extraditados para ser juzgados en Caracas; 2) que oficiales de mandos medios no comprometidos con la corrupción de sus comandos se levanten en armas y organicen una guerra civil; 3) que contra lo que desean los países de América Latina, un ejército extranjero bombardee con misiles los puestos claves del gobierno y el ejército y los haga caer; y 4) que, como se viene haciendo, la gente salga a la calle y consiga paralizar el país con una insurgencia cívica democrática [lo que a la vista de la experiencia parece utópico pensar que ocurra].
Queda un quinto modo, que ha sido usado en el pasado según consigna la historia: el tiranicidio. La teología moral considera, como la más estricta y radical medida de sobrevivencia colectiva frente a un tirano totalitario, su asesinato, justificado como única salida que queda cuando se han experimentado antes otras menos violentas. Pero en el siglo XXI es inconcebible que se tome la decisión de asesinar a un jefe de estado. Se intentó sin conseguirlo en el siglo XX con Hitler, que terminó suicidándose.; y no se intentó con Stalin, que se sepa: murió en su cama tranquilamente. Un historiador nos contaría muchos casos de asesinatos, suicidios, desapariciones, etcétera, que no son del caso.
Podemos preguntarnos para qué sirven las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos si no pueden convencer a Nicolás Maduro que se vaya a su casa. Se merece un juicio y una condena, sin duda, pero a lo mejor, con ese pragmatismo injusto pero eficaz de los derechos penales, se puede pasar por alto su castigo, siempre y cuando entregue el país a sus conciudadanos y se vaya a donde el diablo perdió el poncho.