

El 11 de enero el diario El Comercio informó que 215 candidatos a congresistas han declarado en su hoja de vida haber tenido que afrontar juicios civiles y penales. El record lo tiene un candidato que ha sufrido 16 procesos judiciales. Llama poderosamente la atención que 94 de esos procesados han sido denunciados por omisión a la asistencia familiar, familia/alimentos, y violencia familiar. Independientemente de si la razón la tiene el candidato denunciado o la otra parte -eso no lo sabemos- queda claro que muchos candidatos a padres de la patria tiene una familia rota.
El capítulo dos del título uno de la Constitución política del Perú afirma la importancia del matrimonio y de la familia; y patrocina su integridad y su defensa, lo que significa que el Congreso debe ser fiel a ese propósito de los padres constituyentes de la carta magna de 1993. Mal lo harán quienes no predican con el ejemplo, como puede presumirse de unas personas que tienen líos conyugales ante el poder judicial. Aquí no se trata de recriminar a nadie ni menos calificarlo éticamente sino simplemente de ser coherente o no con la ley de leyes.
Los poderes del estado lo ejercen personas: elegidas o designadas, que han ganado una elección o un concurso, que han sido seleccionadas por sus conocimientos, experiencias y capacidades. Son las personas las que cuentan. Especialmente los líderes. En el estado de derecho peruano los cauces para llegar a la conducción de los poderes del estado son anacrónicos, están maleados por malas prácticas, requieren de una renovación sustancial… o seguiremos con unos resultados mediocres.
A la vista del hecho de que 94 de 2015 candidatos a congresistas tengan yaya familiar, pensar que los organismos electorales, por bien intencionados que estén sus directivos y por independientes que sean, es equivocado que vayan a facilitar el mejoramiento del estado con requisitos reglamentarios y exigencias que desbordan protocolarias insustanciales.
Para reivindicar la vida legislativa, gubernativa y judicial hay que tener procedimientos de selección que den por resultado que tengamos mejores personas en el manejo de los poderes estatales, pero las últimas décadas hemos visto el triunfo de la mediocridad, encarnada, entre otras personas, en Martín Vizcarra Cornejo, que ha sido gobernador, embajador, ministro, vicepresidente y presidente de la República; y ha dejado a los peruanos desencantados de su gestión pública.
Junto con la temeridad de los ambiciosos que pretenden llegar a la cumbre de los poderes del estado está la omisión de los responsables que prefieren mirar las cosas desde el balcón. Esta ausencia de la gente bien preparada es la nota saltante del horizonte. Otra es el sacrificio de la Policía Nacional, de otra parte atrapada en corrupciones crónicas; y la indiferencia de los mandos de las Fuerzas Armadas, que no quieren ensuciarse las manos, sabiendo que la clase política terminará por traicionarlos si se la juegan en el cumplimiento de la defensa de la paz ciudadana. Y no digamos el contubernio entre la oligarquía de los medios de comunicación con la izquierda ideológica, siempre subida al podio de los placeres caviares.
Mientras tanto, el matrimonio y la familia se irán deteriorando cada vez más, y con ella la sociedad y el estado peruano, hasta que terminemos por ser una nación fallida.