Toneladas de piedras

Veinticinco toneladas. Veinticinco. De piedras. Escuché esa cifra por radio el otro día, dicha por una autoridad edil de Lima.

Ya que de piedras se trataba, yo pensé que esa autoridad se refería tal vez a alguna cantera. Pero no. Era la cantidad de piedras que habían recogido de las calles aledañas al Centro Histórico, producto de las manifestaciones «pacíficas».

Los marchantes -les dicen así los políticamente correctos, pero más propio es decirles vándalos-, se proveen de estas armas arrojadizas rompiendo los adoquines de las calles peatonales del Centro (arregladas hace poco), y también destruyendo veredas y pistas con combas, o picándolas con barras, barretas o patas de cabra.

La lamentable normalización de estos eventos hace que sea parte de la rutina que una turba marche interrumpiendo el tráfico y la circulación y lance piedras, con riesgo de las personas, y con daño a la propiedad pública y privada.

Y como siempre hay un derecho no atendido (aunque en contraparte tampoco las mínimas obligaciones que a cada quien le corresponden hayan sido cumplidas), cualquier protesta ya se considera válida o legítima.

Y la forma tendenciosa como la prensa informa, es también impropia: siempre se habla de represión, pero para llegar a ella, primero se han dado acciones violentas y se han producido enfrentamientos. De no producirse esta mal llamada «represión», esas turbas ya habrían destruido los principales edificios gubernamentales, y habrían incendiado por ejemplo el Congreso y Palacio de Gobierno.

Supongamos que yo pueda tener varios derechos y aspiraciones, además legítimos o con presunción de legitimidad, pero por eso no voy a reventar al prójimo a pedradas. Ni tampoco me voy a ensañar con los carros que pasen o con los ventanales de algún negocio o edificio, menos lo voy a quemar.

Desde que afecto los derechos de los demás, ya desvirtué la justicia de mi pretensión. Y los derechos de los demás están menoscabados en una cosa tan sencilla como poder circular libremente sin tener el riesgo de quedar atrapados en una manifestación, o de recibir una pedrada. O un balazo, procedente de pistola hechiza, o de pistola de verdad, de reglamento (un arma de la autoridad) o de contrabando (la de un “infiltrado”).

A estas alturas ya deben ser treinta y cinco. Las toneladas recogidas, de piedras.